14 de julio de 2015

Por un puñado de dólares

cueva

Por un puñado de dólares

Aparcamos lejos del lugar y nos acercamos caminando. A nuestro paso, veíamos las sombras de los escasos árboles y rocas solitarias alargarse en la yerma tundra. La noche estaba cerca. Apresuramos el paso inconscientemente e intercambiamos una mirada silenciosa. Podía leer en los claros y expresivos ojos de mi joven compañera como si fueran un libro abierto ante mí. En ellos podía ver excitación y entusiasmo, pero también miedo. Era de esperar.

Llegamos cuando el Sol, que había mudado su tono amarillento por un naranja rojizo, amenazaba ya con ocultarse en el horizonte. A un par de Kilómetros podíamos ver la montaña y la entrada a la gruta. Ése era el lugar. Buscamos un lugar en el que pudiéramos ocultarnos, nos quitamos las mochilas y nos dispusimos a esperar. Mi ayudante contempló su primer anochecer en este oficio, mientras que yo hacía años que había perdido ya la cuenta.

El manto oscuro de la noche cubrió la tundra y la luna llena se alzó regia en el cielo, acompañada de séquito de estrellas. A pesar del frío y de la incomodidad de nuestro escondite, era difícil no disfrutar del magnífico espectáculo que nos ofrecía la naturaleza. Cuando uno pasa su vida en una ciudad olvida lo impresionante que puede llegar a ser la noche en mitad de la nada. Acostumbrados a la luz artificial, también tendemos a olvidar que incluso la noche más luminosa es ciertamente oscura.

Un movimiento me sacó de mis pensamientos. Nuestra presa salió de la cueva como una sombra que se deslizase entre las grietas de la roca, desde las profundidades insondables del abismo. Salía a cazar una noche más. Había observado en solitario sus idas y venidas durante toda la semana, de manera que sabía que tardaría más de tres horas en volver. Teníamos que aprovechar ese tiempo para familiarizarnos con el terreno, de manera que esperamos unos minutos desde su salida y nos dispusimos a explorar su guarida.

Nos acercamos cautelosos, sacamos las linternas de la mochila y las encendimos. Lo primero que hice fue enfocar el suelo y asentí satisfecho al comprobar que parecía firme y liso. Una mera torcedura de tobillo podía ser letal en este trabajo. Pero la sonrisa me duró poco, porque nada más entrar el fétido aire del interior nos golpeó con fuerza. Yo contuve una arcada y me puse mi pañuelo sobre la nariz y la boca. La chica estuvo a punto de vomitar, pero tras salir un instante a la frescura de la noche logró serenarse, se colocó el pañuelo y volvió dentro. Si hubiera vomitado habríamos tenido que abortar la cacería.

La cueva era pequeña y, tras avanzar unos pocos metros fue evidente la fuente del hedor. Nuestra presa había acumulado una gran cantidad de cadáveres al final de la cueva, los restos de sus festines nocturnos. Había algunos animales, pero la mayor parte de los despojos eran humanos. Mi ayudante encontró un montón de objetos apilados, sin duda trofeos obtenidos de las víctimas que yacían a pocos metros. Había desde carteras y relojes a jirones de ropa cubiertos de sangre. Abrió una cartera con asombro para mostrarme que estaba repleta de dinero. Sonreí. Ella aun no lo entendía, pero estaba a punto de descubrirlo: aquello no era humano. El dinero no tenía ningún valor para él.

Explorada la gruta, regresamos a nuestro escondite y nos dispusimos a esperar. Tardó cuatro horas en volver. Arrastraba con su brazo derecho a un hombre que gritaba y se debatía intentando liberarse.  A pesar de que era un tipo corpulento lo arrastraba con gran facilidad, sin duda recreándose en su sufrimiento. No podíamos hacer nada. Solo esperar. Tardó poco menos de una hora en dejar de gritar, pero los ecos que su voz originó en nuestras mentes nos acompañarían el resto de nuestros días. Después de eso, el silencio se tornó opresivo e intimidante, pero ninguno de los dos nos atrevimos a romperlo, de modo que aguardamos al alba sin emitir un solo sonido.

Como cada mañana, finalmente la luz se impuso a la oscuridad y el Sol nos bañó con sus cálidos y reconfortantes rayos. Nuestra presa era nocturna y estaba ahíta, de modo que debíamos aprovechar las horas diurnas para atacar durante su letargo. Preparamos el equipo con calma, para darle tiempo a sumirse en un plácido sopor y nos dirigimos de nuevo a su guarida. Para esta ocasión escogí un lanzallamas portátil, del tamaño de una pistola grande y capaz de disparar una única descarga de napalm, mi fiel machete bañado en plata y una escopeta cargada con balas sólidas. La chica escogió un fusil, otro machete argénteo y un par de granadas. La miré a los ojos. Si usaba las granadas dentro de la cueva probablemente no saldríamos vivos. Estuve a punto de censurarla, pero cuando me devolvió la mirada vi que ella ya lo sabía. Un as en la manga. "Vale, tú misma", pensé.

Acoplamos las linternas a la escopeta y el fusil y entramos. Cuando fijaba la luz al arma, me quedé mirando la cruz grabada en el cañón del arma y no pude evitar sonreír. Era irónico que todas nuestras armas llevaran el símbolo de Cristo grabado, aunque probablemente no era del todo inapropiado. La novata chasqueó la lengua, irritada por mi parsimonia. Sonreí de nuevo y entré en la cueva, mientras le hacía un gesto con  la mano para que me siguiera de cerca. Me moví despacio, midiendo cada paso, cada respiración y cada latido del corazón. Moví el arma de forma que la linterna recorriera meticulosamente cada centímetro de pared antes de seguir avanzando, mientras la chica hacía lo posible por mantener la calma. Estaba tan excitada que por un momento pensé que iba a apartarme de un empujón y tomar la iniciativa. Ojalá lo hubiera hecho.

Oí un ruido a mi espalda y vi por el rabillo del ojo como una sombra descendía a gran velocidad desde una grieta del techo. Me giré justo a tiempo para ver como la criatura se abalanzaba sobre ella. Tenía la apariencia de un hombre alto y delgado, pero carente de toda vida. Solo había algunos girones de pelo blanco en su cabeza, sus orejas acababan en punta y tenía dos grandes colmillos que atravesaron la carne de mi ayudante como un cuchillo caliente la mantequilla. Ella gritó y forcejeó, pero él la sujetó por los brazos con una fuerza sobrehumana mientras le arrancaba lenta y dolorosamente hasta la última gota de vida de su interior. Y mientras, con el rostro inexpresivo, se me quedó mirando a los ojos. Los ojos del vampiro eran un pozo de negrura que me contemplaba,  mostrándome el infinito vacío que albergaba su alma. No podía apartar la mirada, preso del horror. Entonces una voz celestial acudió en mi salvación, rebelándome qué debía hacer: "¡Fríelo, joder" dijo mi ayudante con su último aliento.

Apunté el lanzallamas contra el monstruo y descargué el infierno sobre él. Aulló, saltó y se retorció, pero nada podía hacer para escapar de las llamas purificadoras. Mientras, me arrodillé ante el cuerpo en llamas de la chica, que mostraba en su rostro la paz que solo conocen los que ya han abandonado este mundo. ¿Cómo había podido ocurrir? La bestia debía estar dormida. Siempre ocurría de ese modo ¿Qué...? Entonces, vi como al lado de su cuerpo, ardía un pequeño objeto de piel, que debía de habérsele caído al vampiro. Era la cartera que le mostrara la joven. Estaba vacía. Le había dicho que el dinero no significaba nada para los vampiros y ella lo había cogido. Una vida perdida por no medir las palabras. Pero ya nada podía hacer, nuestra cruzada no dejaba de ser una guerra y en toda guerra hay muertes en ambos bandos.

Miré alrededor y vi el cuerpo ya inmóvil del vampiro ardiendo fuera de la cueva, pero también que los cadáveres y los trofeos acumulados habían empezado a arder. Salvé lo que pude del equipo y, con los ojos llorosos, salí de entre las llamas y el humo para seguir enfrentándome a nuestro enemigo.

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