4 de septiembre de 2015

Humanidad

zona industrial abandonada

Humanidad

La chica deambulaba sola por el área industrial abandonada, cargando con piezas de un deslizador que había conseguido rescatar de entre la chatarra. Era pleno verano y hacía un calor abrasador, pero si la célula de energía estaba en buen estado, obtendría suficientes créditos para dejar de frecuentar ese lugar... al menos, durante un tiempo. Se trataba de un lugar peligroso, porque siempre se corría el riesgo de toparse con un grupo de carroñeros. Carroñeros como ella.

A lo lejos, divisó un vehículo que se dirigía directamente hacia ella. No tenía sentido correr, ya la habían visto y no podía competir en velocidad con ellos, así que se quedó plantada esperándoles en medio de la nada. Mantuvo su mirada fija en el vehículo. Era un todoterreno descapotado con tres tripulantes. El que se sentaba detrás iba de pie, apoyado en las barras de protección superiores. Debía ser el idiota que daba las órdenes.

El vehículo se detuvo justo ante ella y sus ocupantes sacaron sus armas y se acercaron a la chica. El conductor, un hombre calvo con lo que parecían ser unas gafas de piloto llevaba una pistola y el copiloto, un hombre rubio y muy delgado llevaba una ballesta de fibra de carbono. El tipo del asiento de atrás, un tipo corpulento de largo pelo moreno y un torso salpicado de tatuajes, sacó un vibromachete. Se trataba de un arma cara y difícil de manejar. Era mucho menos eficiente que una pistola e incluso que una ballesta, así que ella asumió que solo lo llevaba como símbolo de status.

Antes de que siquiera mediara palabra, la joven arrojó su fardo a los pies del grupo. No tenía sentido morir por algo de chatarra. Pero el tipo del machete la continuó mirando con una sonrisa lasciva en la cara. Sus secuaces se rieron cuando adivinaron la comprensión de lo que iba a suceder en el rostro de la mujer. Su botín solo era parte de lo que querían. Apenas tardaron un instante en abalanzarse sobre ella.

El tipo calvo apoyó el cañón de su arma sobre el largo pelo rojizo de la mujer y la amartilló sonoramente. Estaba claro que querían que se estuviera quietecita. Mientras tanto, el jefe empezó a rajar su ropa con el vibromachete. Pero se trataba de un arma que requería años de entrenamiento para su dominio y el hombre de los tatuajes calculó mal la fuerza. Un tajo que pretendía rajar los pantalones de la chica penetró limpiamente en su abdomen. Y se escuchó el sonido de golpear metal contra metal.

El gesto de los hombres mudó al instante a una mueca de puro terror, mientras que la chica dejó de molestarse en fingir miedo y adoptó una expresión de profunda serenidad. "Joder. Un puto mimo" dijo con incredulidad el hombre rubio y, acto seguido, soltó su ballesta y empezó a correr en dirección hacia el coche. Los androides marca Mimic habían sido desarrollados hacía más de una década para labores de infiltración y espionaje, pero se había invertido tanto esfuerzo en hacerles parecer seres sensibles, que habían acabado por desarrollar su propia conciencia. Desde entonces, fueron perseguidos y aniquilados hasta rozar el exterminio. Los pocos que quedaban se hacían pasar por humanos y habitaban en los límites de las áreas civilizadas, guardando su secreto a cualquier precio. Lora, pues ese era el nombre que había escogido la androide para sí misma, no estaba dispuesta a permitir que aquellos carroñeros la delataran.

Con una rapidez y fuerza inhumanas, saltó hacia el hombre rubio y le golpeó por la espalda sin esperar siquiera a que sus pies tocaran el suelo. El brazo de Lora atravesó limpiamente el torso el hombre, cuyo cuerpo se quedó suspendido de éste, mientras sangraba por la boca y por la herida que atravesaba su torso. Permaneció un segundo inmóvil, mirando inexpresiva a los otros dos hombres, hasta que finalmente retiró el brazo y dejó caer el cuerpo sin vida de su agresor. "Tía, no diremos nada" dijo el hombre tatuado "Déjanos ir". Para Lora hacer eso era correr un riesgo innecesario, hasta tal punto que habría sonreído con ironía ante la propuesta si todavía se viera obligada a mantener su mascarada. Los dos hombres leyeron su futuro en la gélida mirada de la androide.

Los dos carroñeros empezaron a correr en direcciones opuestas, alejándose de Lora y el vehículo que había tras ella. No era la primera vez que tenían que huir para salvar sus vidas y sabían lo que debían hacer para maximizar sus probabilidades de escapar. También sabían que la estadística jugaba en su contra. La Mimic estimó que el conductor del vehículo era el más rápido de los dos, así que fue a por él en primer lugar. Apenas tardó unos segundos en alcanzarle.

La androide se situó al lado del hombre y rápidamente golpeo en el lateral de su rodilla izquierda con el antebrazo, rompiendo los ligamentos. Cuando cayó, aplastó su garganta de un contundente pisotón. Entonces se giró y contempló la figura que se alejaba corriendo, demasiado despacio para tener alguna posibilidad. Como si el hombre hubiera percibido la mirada inerte del autómata en su nuca, se detuvo. Probablemente en realidad se había girado al oír cómo acababa con su compañero. En cualquier caso, parecía haber comprendido que no podría escapar y decidió probar suerte peleando. El carroñero había soltado su vibromachete cuando emprendió la huida, pero no estaba desarmado. De un bolsillo interior de su chaqueta sacó una pequeña pistola de plasma.

Se trataba de un arma de un solo disparo, pero capaz de disparar un proyectil en estado de plasma, capaz de destrozar cualquier cosa. Incluso un androide. El hombre lo sabía y la blandía ante sí como un clérigo blandiría una cruz para protegerse del demonio. El alcance efectivo del arma era limitado, de modo que tendría que esperar a que Lora se acercase para usarlo, lo que lo convertía en una apuesta muy arriesgada. Pero no tenía otra opción. La androide, indiferente a la angustia del hombre, empezó a acercarse a él lentamente. Él ahogó un sollozo.

"Esto no tiene porqué acabar así" gritó él con una voz desgarrada por el pánico, pero la androide continuó acercándose, atenta hasta al más leve cambio de su lenguaje corporal. Era como ver acercarse a un tiburón. Cuando estaba a pocos metros la androide se detuvo y observó fijamente a su presa. Después miró el arma. Entonces hizo algo inesperado: habló. "Dices que no tiene que acabar así. Dime, ¿qué propones?". Su voz era dulce y melodiosa y el tono no tenía nada de amenazante. El hombre dejó escapar un suspiro de alivio y rompió a llorar. Bajó levemente el brazo del arma y eso era cuanto Lora necesitaba.

En un rápido movimiento, se propulsó hacia el hombre tatuado, golpeó con una patada la mano del arma, haciéndola volar lejos de ellos. Después se situó de pie, con su rostro a escasos centímetros del de él y situó las palmas de sus manos a los lados de su cara, como si estuviera a punto de darle un beso. En lugar de eso le aplastó el cráneo. Sin perder un instante, colocó los cuerpos con cuidado en el todo terreno, recogió las armas caídas y las situó junto a sus difuntos amos. Se situó adyacente al asiento del conductor, prácticamente colgando del lateral del coche y, desde esa posición, condujo el vehículo a toda velocidad, estrellándolo contra una pared de roca. Saltó en el último momento y después se acercó al todoterreno destrozado para prenderle fuego. Era poco probable que quien pasase por allí reportara la muerte de unos carroñeros a las autoridades, pero era mejor que pareciera un accidente.

Sin más, recogió su botín y emprendió el camino de regreso a casa, sin dedicar una sola mirada a los hombres que acababa de matar. No era humana. Nunca había sido humana y no conocía la piedad o el amor. Y no le importaba. Vivía rodeada de criaturas en cuyos actos egoístas nunca había visto amor o piedad y la prueba de ello era que habían dado vida a Lora y a sus hermanos y después habían decidido aniquilarles. Paradójicamente, para mantener la ilusión de su humanidad, le había resultado mucho más inconveniente ser incapaz de sentir asco que amor o compasión. Probablemente, pensó, los propios humanos también acostumbraban a fingir éstas últimas. Y, por primera vez en su vida, Lora sonrió solo para sí misma.

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